Me estoy refiriendo, amigo lector (me imagino que ya lo habrá intuido), al descomunal “barcazón” made in Spain que los astilleros gallegos de la empresa Navantia acaban de entregar, en presencia del divino Juanito, a la Armada Invencible española. Cara, carísima e inútil plataforma operativa naval, impresionante tigre (de papel) de los mares, descomunal robot marítimo denominado pomposamente por nuestros sesudos marinos “Buque de proyección estratégica” (BPE), que nos ha costado a los españoles hasta este momento (un momento especialmente grave de crisis, déficit público y Deuda soberana renqueante) un ojo de la cara y la yema del otro (360 millones de euros, 60.000 millones de las antiguas pesetas) y que lo mismo va a servir para un roto (ganar él solito una eventual guerra) como para un descosido (labores humanitarias tales como llevar quirófanos, médicos, medicinas, alimentos y agua potable a pobres naciones del tercer mundo en emergencia vital).
Un auténtico despropósito nacional el gasto que ha representado (y va a representar) para las arcas del Estado español este barquito de marras de nombre regio que quizá sobrepase, cuando esté listo, armado y convenientemente dotado, la astronómica cifra de los 500-600 millones de euros (100.000 millones de pesetas). Un claro sin sentido, un despilfarro, una auténtica provocación social en un país con casi 5 millones de parados, los funcionarios jurando en hebreo por la rebaja de sus sueldos, los pensionistas rezando todos los días a la virgen para poder comer los últimos días del mes y con las arcas de Hacienda pidiendo árnica internacional, un día sí y otro también, a especuladores y bancos. Y todo ello para poder disponer en su día de un barco, no se sabe si de guerra o de crucero de lujo, muy grande, eso sí (el tamaño parece ser que sí les importa y mucho a los orondos almirantes de nuestra Armada, empezando por el “primer marino de España” según la generala Chacón, la del “capitán, mande firmes”) que, en el mismo momento en el que Mohamed el Sexto se ponga chulo de verdad (que se pondrá), habrá que esconderlo muy deprisa y bien en cualquier base naval de nuestra geografía, o de la de algún vecino caritativo, para evitar que nuestro querido amigo/enemigo del sur, con un simple misil crucero, nos lo envíe al fondo del océano en cuestión de minutos.
Y para reafirmar lo que acabo de decir, que quizá haya podido parecer desmesurado a algún lector no muy versado en estas lides de la guerra en el mar, paso a contar brevemente algunas curiosas experiencias personales vividas con los dos barcos de similares características que ha tenido en plantilla en los últimos años la Marina de Guerra española.
En el otoño de 1969, siendo capitán alumno en la Escuela de Estado Mayor y a punto de obtener el correspondiente diploma de la especialidad, tuve la oportunidad de visitar, junto a otros compañeros de promoción, el “Dédalo”, entonces flamante porta aeronaves y buque insignia de la Flota de guerra española.
El tal Dédalo era un mastodóntico buque (en principio fue un crucero yanqui en la II Guerra Mundial, reciclado después a portaaviones de apoyo, es decir de mero transporte de aviones para suplir las bajas en los grandes portaviones de ataque) que había llegado a España en virtud de los Convenios de ayuda militar suscritos entre USA y el dictador Franco y que, desde luego, impresionaba sobremanera a cualquiera (civil o militar) que pudiera subirse a su, por otra parte, destartalada superestructura. Pero en realidad todo era pura fachada, no servía para casi nada, como reservadamente me explicitó en muy pocas palabras, a instancias mías, el educado oficial de marina que había sido comisionado por el comandante de la nave para dirigir la protocolaria visita:
“Amigo y compañero, me espetó, entre nosotros y sin que esto trascienda, este oxidado mamotreto naval en el que nos encontramos solo sirve para dar el pego, para que la Armada pueda disponer de unos pocos helicópteros y para que, en consecuencia, pueda enviar a EE.UU a realizar el curso correspondiente a algunos oficiales hijos de unos cuantos mandamases. Pero de poder naval, cero pelotero. Si entráramos en guerra con el moro, tendríamos que esconderlo en la base más cercana y taparlo todo lo posible para que no lo localizaran las huestes de Hassan y nos lo hundieran en cuestión de minutos. No para quitarnos una potencia naval, que no tiene, sino como importantísimo acto de propaganda. Y esto es así porque aparte de su impresionante obra muerta, que se ve desde las antípodas, los americanos nos lo han entregado desarmado para no enfadar a sus amigos marroquíes, sin un puñetero misil antiaéreo o antibuque y solo con unos antediluvianos montajes dobles de cañones Bofors de 20 mms que serían incapaces de derribar un globo de feria.
Y si a pesar de ello, en una situación de guerra o emergencia, el mando, por condicionamientos políticos, quisiera sacar a este mastodonte a navegar, necesitaríamos todo el resto de la Flota para protegerlo. Por si fuera poco, y a pesar de que no lo movemos prácticamente nada, este angelito se lleva el 40% del presupuesto de la Marina. Esto es así, amigo y compañero, pero yo no te he dicho nada. Ya me entiendes…”
Después de aquél mamotreto naval llamado Dédalo, vendría, en los años ochenta, otro similar: el en principio conocido como “Almirante Carrero Blanco” y más tarde, a la muerte de Franco, rebautizado como “Príncipe de Asturias”. Un porta aeronaves construido en España con arreglo a unos planos inéditos en el mundo puesto que ningún país se había interesado por tamaño proyecto naval ya que, como el actualmente botado en El Ferrol, Juan Carlos I, era un “mil leches” (con perdón) que debía servir para todo y, en realidad, no servía para nada.
No servía ni como porta aviones, por lo corto de su cubierta de vuelo (hubo que comprar deprisa y corriendo y a precio de oro una decena de aviones de despegue vertical, de características inferiores a cualquier avión de caza basado en tierra), ni como buque de ataque, ni como apoyo a eventuales acciones en tierra, ni como barco de aprovisionamiento logístico, ni como nada de nada. Solo servía, eso sí, para llevarse él solito la mitad del presupuesto de la Armada. En estos momentos todavía esta por ahí, en alguna base del sur de España, tras años sin salir a navegar ya que está hecho unos zorros, no ha podido pasar la ITV del mar y hasta ha protagonizado alguno de los pocos plantes de mandos y soldados que han tenido lugar en la Marina de guerra española por culpa de las deficiencias de todo tipo que arrastra desde hace tiempo.
Y ahora en 2010 (en este país no aprendemos nunca de nuestros errores) para que el señorito/rey de todos los españoles, primer marino de España según la inexperta Chacón “ministra de ayuda humanitaria”, pueda pasearse en el barco de guerra más grande que ha tenido nunca este país (230 metros de eslora) tras subirse a bordo vestido de marinerito, nos hemos embarcado (nunca mejor dicho) en otro, esperemos que sea el último, mamotreto naval, otro armatoste a flote que nos va a costar más de 600 millones de euros y que no va a suponer ningún salto, ni cualitativo ni cuantitativo, en nuestra escasísima potencia naval. Cuando lo que de verdad necesita España, y muchos países de potencia media como el nuestro ya lo han asumido y puesto en práctica, es una Armada moderna, rápida, ligera, compuesta de buques de bajo porte (fragatas, corbetas, patrulleras de altura, lanchas de desembarco anfibio…) pero con excepcional potencia de fuego basada en misiles de última generación; que puedan garantizar de verdad la seguridad de nuestras costas y de nuestros territorios ultramarinos.
Pero ¡que coño de buque de proyección estratégica (BPE) necesita España en estos momentos! ¿Es que vamos a invadir, junto a los americanos, claro está, Irán? ¿O Venezuela? ¿O Ecuador…? ¡Quien sabe, cualquier cosa, los designios de la Chacón son inescrutables!
Fdo: Amadeo Martínez Inglés
Coronel. Escritor. Historiador
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