Las
últimas noticias sobre los astilleros públicos han arrojado apenas una
brizna sobre un pajar difícil de llenar. El contrato suscrito con el
armador gallego Fernando Fernández Tapias no alivia, ni por asomo, la
tensa situación laboral, que ha dejado en la calle en solo dos años a la
casi totalidad de la industria auxiliar del sector que existía en la
comarca. La crispación no roza ya máximos sino que supera sobradamente
incluso a estamentos públicos sin cuya actividad es difícil, cuando no
imposible, que prosperen las iniciativas necesarias para hacer viable
toda decisión administrativa.
Cualquiera que conozca el devenir de las factorías públicas de Ferrol y
Fene a lo largo de las últimas tres décadas podría considerarse libre de
espanto. Porque lo cierto es que la situación no presenta el
calificativo de novedosa como tal, pero sí en el caso de enfrentarnos a
un estado que ya no es solo el que afecta al trabajo en las gradas, sino
también al del ánimo con la que esta comarca puede sobrellevar tan
extrema realidad. Aquí estamos ya ante la intemperie y, por mucho que
nos cueste, por mucho que buena parte de esta sociedad incluso se
manifieste crítica con un sector al que habitualmente se le achaca que
solo está para defenderse a sí mismo, lo cierto es que no somos nada sin
el naval. Y probablemente, al menos durante décadas, no podremos ser
otra cosa que una ciudad y una comarca que vive por y para esta
actividad.
El desánimo conlleva al derrotismo, pero oídas a lo largo de las últimos
meses en innumerables ocasiones todo un recital de promesas, es en la
realidad en donde se plasma el futuro. Es posible que hoy mismo, si
finalmente Navantia se hace con el contrato para la construcción de un
buque multipropósito para Turquía, esta realidad sea otra, que podamos
albergar algo más que una esperanza con la que, por reiteración, se ha
perdido tras la inconstante trayectoria de la actividad naval en las
últimas décadas.
En ocasiones, Ferrol tiene la sensación de ser una especie de tubo de
ensayo en el que solo se vierten palabras a la espera de que el poso
resultante deje algo sustancial. Incluso en esos casos, que tienen más
que ver con la acción política que con los intereses que se supone
realmente que deben defender sus representantes, la percepción conlleva
siempre algo de duda. Es el típico latiguillo de “si no lo veo, no lo
creo”, que más que adoptarlo como nuestro parece una imposición, como si
de una ley que hubiese inexorablemente que cumplir se tratase. Lo
tenemos y no tenemos nada, como tantas otras zonas de este país, en que
hay ríos de más caudal que otros, como en todas partes. La crispación
suele llevar a la desmedida, pero es también una situación difícil de
evitar y, en consecuencia, de eludir. Peor que el agotamiento que ya
padecemos es la indiferencia con la que vivimos.
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