martes, 14 de octubre de 2008

Batalla naval (octubre de 2008)

CARLOS LUIS RODRÍGUEZ
Visto lo que está pasando con el sector financiero, difícil será aceptar que existe una ortodoxia europea. La UE rompe su propia disciplina, hace añicos las reglas que impedían ayudas estatales y se ríe de sus propios vetos. Todo el mundo parece aceptar que una situación de emergencia requiere actuaciones excepcionales, por más que alguna de ellas incurra en pecado.
Serán más de una las directivas que están siendo revocadas en silencio, y muchas las declaraciones de comisarios sobre las que se corre un velo tupido. Incluso la U queda en entredicho. No es Bruselas la que lleva la batuta, sino unos estados solistas que, después de haber escrito sus partituras, se juntan para intentar armonizarlas. Más que a una orquesta, esta Europa se parece a un grupo de jazz que improvisa.

Pero, como en las historias de Asterix, hay una aldea gala, que es galaica en este caso, donde las directrices de esa UE que rompe sus moldes siguen siendo obedecidas con perfecta escrupulosidad. Hablamos de Fene y su astillero. A su alrededor, una comarca y un país que no están a la cabeza en los ránquines del desarrollo, pero que saben hacer buenos barcos desde el principio de los tiempos. Menos el fatal dedo comunitario, lo tienen todo a su favor.
Instalaciones adecuadas, localización idónea, capital dispuesto a implicarse, mano de obra experimentada, excelentes centros de formación a donde vienen los noruegos a buscar sus técnicos. Pero hay un pulgar en Madrid y otro en la sede europea que han girado hacia abajo.
El nacionalismo exagera un poco al hablar en sus prédicas de las naciones sin Estado, pero está claro que hay astilleros sin Estado, condenados a la orfandad en la lucha por la supervivencia. Fene es un caso claro. El veto a la construcción civil, las trabas a la recuperación de terrenos ociosos, nada tienen que ver con la economía, ni con las posibilidades del mercado.

Quienes van al rescate no reclaman ayudas sino libertad para hacer lo que quieren hacer, igualdad con otros astilleros y una fraternidad de la Administración central que se echa de menos. Ya no es la Galicia pedichona de la que habla Quintana la que alza la voz, sino otra emprendedora que quiere liberarse de incomprensibles ataduras. Tampoco se piden los proteccionismos que añoran los mediocres, sino la posibilidad de competir con los propios recursos.
Si hasta hoy el rechazo a estas pretensiones era un agravio más que sumar a la larga lista, ahora el veto es también una condena intolerable. La crisis obliga a que cada territorio explote lo mejor de sí, active recursos latentes y aproveche sus capacidades. Tan aberrante como sería prohibirle a Alemania o Francia que construyan coches es impedir que Galicia fabrique barcos civiles en unos astilleros que languidecen.

Semejante impedimento podría entenderse en una comunidad sobrada de inversiones, en una situación económica boyante, o en una Unión Europea que cumpliera escrupulosamente sus reglas. Sin embargo, ninguna de esas circunstancias se da. Ni sobran proyectos industriales, ni la crisis permite grandes alegrías, ni la estricta Bruselas respeta su propio catecismo económico para salvarse de la debacle.

El conselleiro Fernando Blanco, su Gobierno, los empresarios, sindicatos, ayuntamientos e instituciones tienen toda la legitimidad para reanudar la batalla naval. Que la SEPI y la Unión Europea pongan a punto nuevos argumentos para decir que no; los antiguos ya caducaron
http://www.elcorreogallego.es/index.php?idMenu=13&idNoticia=353004

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