Quedan poco más de nueve meses para que caiga el
veto que impide a Navantia Fene fabricar buques civiles. Los ocupantes
de los tres últimos Gobiernos -el Ejecutivo de Aznar, el de Rodríguez
Zapatero y ahora el de Rajoy- se comprometieron en determinado momento a
tirar abajo esa muralla que cercenaba las posibilidades de un astillero
que llegó a alcanzar fama mundial por sus espectaculares buques.
El
primero tras el desastre del Prestige y el segundo y el tercero,
apelando a la profunda crisis económica del país. Todos ellos, siempre
bajo la presión de una comarca que de forma más intensa y a veces más
relajada, nunca ha dejado de poner la demanda encima de la mesa. Ninguno
ha cumplido esa promesa.
Ahora, con la carga militar agotada, ni
siquiera el pequeño balón de oxígeno que tendrá Navantia en la ría a
través del flotel de Pemex, servirá para sacar a la antigua Astano de la
parálisis en la que lleva instalada desde el verano. La empresa ha
decidido no molestar a Bruselas -o lo que es lo mismo, renunciar a
gestionar un adelanto del fin del veto- lo que supone prolongar la
agonía de su ya exigua plantilla al menos hasta finales de año.
La espera, aunque dramática para quienes la
padecen, sería soportable si al menos se avistasen los primeros pasos
para preparar el astillero para el futuro que vendrá, esperemos, esta
vez sí, sin cadenas. Con una especialización, unas perspectivas de
mercado y una apuesta tecnológica firme. ¿Existe? Yo no lo veo por
ningún lado.
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